Las tres carreras de cuádrigas que gana el bueno.

Lewis Wallace publicaba su ladrillo en 1880, cinco años antes de que Leopoldo Alas nos presentase a la Regenta. Sin embargo Mr Wallace, un señor demasiado grave como para ponerse a pormenorizar intríngulis de alcoba, prefirió remontarse al año treinta para contarnos la historia de un judío y un romano que se putean a lo largo de 600 páginas de nada.

El tocho resultó un best seller, Ben Hur encantó incluso al papa León XIII. Tuvieron que pasar casi seis décadas para que otro peñazo de novela titulado Lo que el Viento se Llevó, le ganase el pulso en los estantes. 


Ben Hur fue rodada por primera vez en 1907, con los procedimientos prácticamente milagrosos del cine en sus inicios duraba un cuarto de hora centrándose en la carrera de cuádrigas, que se realizó en una playa de New Jersey. Los miembros del cuerpo de bomberos de la ciudad hacían de aurigas con los mismos caballos que tiraban de sus carros contra incendios.

Para producir en 1925 una segunda versión, la
Metro, alejándose del original, incluyó a diversos personajes del Nuevo Testamento, así como a una bella princesa egipcia que se encaprichaba del protagonista. Éste estaba interpretado por un latín-lover mejicano correctamente sobreactuado, como ordenaban los cánones. A pesar del acoso de la casquivana egipcia el personaje de Judá no tenía ojos mas que para su discreta enamorada hebrea. Un folletín.

Ben Hur de 1925 tuvo un costo astronómico. Trabajar con las cámaras, la iluminación y la megafonía de la época estaba reservado a los genios y a los fuertes de espíritu, hoy nos parecería una pesadilla. Basta pensar en el estruendo creado por una docena de caballos al galope para imaginar a su director, Fred Niblo, desgañitándose.

El siglo y el cine siguieron corriendo a la par. Estropeándose la cara y madurando a base de patadas tanto uno como el otro. Hasta que, en 1959 y en el entorno Art Decó del RKO Pantages Theatre, se pudieron escuchar los once aplausos correspondientes a los once galardones concedidos a la tercera versión de Ben Hur, ésta vez dirigida por William Wylder y protagonizada por Charlton Heston.

Hay muy pocas cosas casuales en una producción de quince millones de dólares, sean de los de los años cincuenta o de los actuales, y la MGM jamás se ha caracterizado por chuparse ninguno de los dedos. Fueron sobrasalientes la calidad técnica y artísitica de todos y cada uno de sus doscientos y pico minutos, banda sonora incluida pero, y es éste un pero que no pone objeciones, repasar algunos datos demográficos y sociales de los EEUU quizá ayude a entender otros porqués de esa goleada de galardones.

Al finalizar la Guerra tres de cada diez norteamericanos eran de orígen judío. Por muy agradecidos a Jorge Washington y americanizados de todo corazón que estuviesen, y al contrario que otros flujos migratorios que sí se distanciaron, ellos jamás obviaron sus raíces. El mismo Wylder era judío y como bien sabe cualquier cinéfilo empollón, también lo eran Marcus Loew, Louis B Mayer, Samuel Goldwin e Irving Thalberg, los iluminados emprendedores germen de las compañías que convergieron en la Metro Goldwin Mayer.

Así pues, la victoria de Judá Ben Hur en el circo de Jerusalén, con sus miles de compatriotas saltando a la arena y la Estrella de David pendiendo de su cuello cuando generosamente acude a interesarse por su enemigo moribundo, pudieron tener algo que ver con el monto millonario de los ingresos de taquilla. 

Cine, pasta y religión confluyeron posibilitando que, aunque sólo sea en una sala a oscuras, cristianos, judíos y agnósticos llevemos cincuenta años compartiendo deseos y pasiones. Y por supuesto que pataleando como locos cuando el cabronazo de Messala muerde el polvo.

Y es que, salvo el romano malvado, aquí todo el mundo es bueno.

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