una licencia que me tomo...



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Labordeta. El último semáforo.


El lunes pasado, cuando el coche con el féretro de José Antonio Labordeta salía de la Aljafería, aún quedaban por ahí unos centenares de ciudadanos difíciles de convencer. Aprovechando que el semáforo se puso rojo hubo quien dio unas palmadicas en el portón trasero, así como en el hombro de un amigo. Después se cantó, una vez más pero poco rato, al fin y al cabo los empleados de la funeraria se estaban ganando los garbanzos.

La segunda vez que el semáforo se puso verde la gente abrió el círculo y Labordeta se alejó por la Avda Madrid, supongo que a coger el cinturón hacia Torrero. Eran las diez y media de la noche y una honesta parte de nuestras vidas concluía mezclada con el tráfico de las Delicias. De la manera más prosaica del mundo.

Nos quedamos allí, con cara de paletos y con la realidad rebordenca, con sus coscorrones. Con los políticos que mandan y con los políticos que mandarán sacando de vez en cuando tiempo para reunir a diez o veinte mil incondicionales con presbicia.

Viendo arrancar el furgón sabíamos que ido el abuelo nos veríamos remando solos. Corriente arriba contra tanta traición, tanta mega-economía y tanta chuminada. Nos sentimos perdidos mirando encenderse y apagarse el intermitente derecho del coche fúnebre. 

En esa esquina se acababan décadas de sueños, de cabreos y de la poesía austera que a esta poco mediática tierra le corresponde. De cierzo imparable y de barrios que aún conservan su tienda de ultramarinos.

Escaparate de la Sastería Yañez, en la calle Conde de Aranda

José Antonio L A B O R D E T A


A Labordeta lo veíamos a veces paseando por el Casco, solitario y con gorra entrar por una puerta del Mercado Central y salir por la otra, como hacemos todos cuando hace frío.

Con el tiempo él se fue haciendo más pequeñico y su bigote más grande, hablaba menos y salía poco en los papeles, no sé si porque tenía menos razones para salir o si porque tenía demasiadas.

De lejos, de acera a acera, parecía que todo él se iba alejando un paso tras otro de este universo inconsecuente y deshonesto.

La última vez que me lo crucé fue en su paso de cebra del Paseo Pamplona, como si viniese él o me fuese yo a tomar un cortado en el Levante.

La última vez que le oí cantar fue en Antena Aragón, con Carbonell y Eduardo Paz, juntos cantaron Aqueras montañas tan alteras son, no me dixan vier a los mios amors...

La última vez que voté, y quiero decir con esperanza, fue a él, en el 2004.

Y así estamos, abuelo, unos cuantos sin curro, otros tantos  desastrosamente pagados, incluidos los viejos, que eso sí es un pecado, y casi todos viviendo a medias, entontecidos del haba, grabados con camaritas para autoprotegernos y organizando huelgas, sí, pero con muy poquica rasmia.

Hace bien en marcharse ahora, el resto nos quedaremos subcontratados y prescindibles, mal enseñados y peor aprendidos, embobados por los mismos medios que le homenajearán a usted a partir de mañana, porque sepa que lo mentarán tertulianos dignos de ser corridos a gorrazos hasta el pozo de San Lázaro.

Su señoría ha dicho muchas cosas pero supongo, maestro, que no le habrá dado tiempo de decir todas, no se de mal porque han sido las suficientes.

En lo que a un servidor respecta, no tardaré en verlo de nuevo cruzar de lado a lado la plaza de San Cayetano cualquier mañana de este otoño que comienza.


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48 años... ( el señor que ya soy )



Lo noto, lo noto perfectamente, percibo la arista, el borde borde…

Me apoyo en la barandilla. Por cierto, se mueve.

Hoy es uno de los últimos días de este tramo.

Tengo el coche aparcado en la curva, apagué la radio por si tardaba en volver.

Caminé un rato, hasta que se me agotó la cuerda, el suelo era de gravilla.

Hay un faro.

Acaba de salir volando el mapa, se me ha escapado de las manos, el viento se lo llevará a Amposta.

Me regodeo pensando en que ahora no tendré ni idea de cómo ni por dónde.

Me importa un pito.

Se está bien en esta hilera de pedruscos insultados por el mar de casi Otoño.

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El caballero de la foto: S Ward McAllister
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Los chopos del Actur y el árbol de Ana Frank.


Soy un inofensivo amateur y no vivo de escribir en un cuaderno, lo hago porque me da la gana, porque me evade del hecho tremebundo de tener diez años más de los que tenía hace diez años y porque me desamarga la vida, un verbo que, como cualquier persona medio leída sabe, no existe.

Ateniéndonos a la fisiología disto mucho de ser una niña de 15 años, pero una buhardilla oculta tras un armario o una ciudad de 700.000 habitantes pueden ser universos similares.

Este verano el árbol que Ana Frank miraba desde su ventanuco ya no pudo dejarse sujetar más y se vino abajo. Era un castaño, el Ayuntamiento de Ámsterdam no logró evitar el suicidio anunciado.

Mis árboles son los chopos de la Avda María Zambrano y de momento siguen ahí, faltaría más, estoy teniendo más suerte que Ana, ni me sacan a culatazos de mi casa ni me exterminan mis vecinos. 

A cambio su libreta, honesta y manuscrita, ha sido ya leída bajo millones de cielos mientras que la mía sólo la leo yo, o como mucho el gnomo verde que vive dentro de mi ordenador. Pocas veces, porque el muy borde me tiene a menos como autor y como todo.


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La página del árbol:   http://www.annefrank.org/en/Worldwide/Anne-Frank-Tree/

cosas que se mueven sin que yo las mueva.



Cuando vives solo, y a no ser que medie en tu casa algún tipo de poltergeist, caso que no vendría mal porque le haría pagar a la presencia extraña parte de alquiler, no es común que los objetos se muevan por sí solos.

A falta de tu impulso motriz, las cosas permanecen quietas y aburridas. Poseo una mente medianamente poderosa pero todavía no ha llegado el día en el que mueva un tazón de cola-cao con ella.

Sin temas más novedosos y literarios que tratar, paso a captar con mi modesta cámara algunos de los objetos que, con una pequeña ayudita, cierto, se mueven por su cuenta y a mi alrededor.

La casa más rebelde de Conde de Aranda.

Antiguo nº 153 de la calle del Portillo.
Cada jubilado que pasa por la acera despotrica y la manda echar abajo. Los jubilados suelen ser implacables con lo viejo. Lo cierto es que no costaría mucho. Un mallazo y adiós, más polvo del que ya tenemos.

A la calle Conde de Aranda la dictadura le robó el nombre. Antes de eso fue la del Portillo, que desembocaba en la puerta ante la que dicen que a doña Agustina se le inflamaron los ovarios. Por allí se salía de la ciudad hacia el resto de mundo. Por allí marchaban los condenados a pasarlas canutas en la Aljafería acusados de dudar de la Trinidad o  de sodomizar a una gallina o a un aprendiz de yesaire. La calle era estrecha y no partía de la Audiencia como la actual avenida, sino de un barullo de edificaciones que había a la altura de Escolapios.

En 1928, el arquitecto Miguel Ángel Navarro trazó la nueva calle. La prioridad era ensanchar la vieja, empalmar con el Coso arramblando con el citado mazacote de caserones en los que se amontonaba gente pobre. Para ello hubo de pulirse toda finca que no ajustase su frente con la vía proyectada. Del sangrante chandrío salieron ganando los padres Escolapios, que levantaron la nueva fachada estrenando otra perspectiva.

A poco de iniciarse la década de los cincuenta se construyó la oficina Nº 1 de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, junto a la plaza del Portillo e imitando a la Oficina Central de la calle San Jorge. La recién creada agencia fue obediente al proyecto de Navarro y alineó su planta con la nueva Conde de Aranda.

Pero por algún motivo la casa contigua se rebeló. Dijo "no" a la alineación. A pesar de eso sobrevivió tal y como estaba. De momento hasta el lunes pasado.

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(*) Más menos enfrente existía un caserón en el que eran encerradas las mujeres mal consideradas. O bien, depende por quien.
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