19 de Marzo de 1812: la Libertad pudo ser española.

      
Este bloc no suele sentirse folclórico ni con ocho pacharanes y los temas patrios le ponen algo tenso, pero tiene sus principios y ayer, que hizo fresco como correspondía a una tarde seria de marzo, se tomó un vino dulce y brindó con el mapa de España colgado en la pared, no lo hizo tanto por los doscientos años pasados como por los doscientos que vendrán, y que yo los vea.

Eso sí, chovinadas las mínimas, en aquella constitución sobraron los curas y se les coló chusma reaccionaria. De haber podido ser lo que no fue (La nación española la componen los españoles de ambos hemisferios) hoy los Estados Unidos de Hispanoamérica tendrían por capital Caracas y por himno el de Riego.

La Pepa fue nuestra mejor imperfección, la más lúcida de nuestras valentonadas y una de las pocas que, cosa rara, no resultó del todo inútil. Mientras tanto Napoleón, quemao porque Josefina hacía ojitos con un coracero, se obcecaba en jodernos la marrana: Es por vuestro bien, decía. Como hoy la Merkel pero mejor vestido.

Fue bonito y duró un suspiro, siempre hay manazas que rompen la vajilla buena, merluzos nobles y villanos mentecatos a los que les va que los embarren, una perversión que no pertenece únicamente a los comesantos del siglo XIX. 

Ayer mismo, al subir al autobús, oí a un adolescente gritar: "¡Vivan las caenas!".

Constitución de 1812
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el Puente de América

Con suspiros de marquesa manifiestas tu insoportable dolor de tacones, mi frente brilla como la de Buda, tú te ríes, casi me enfado y ríes más.

Pasan de las ocho, disimulando corre sin ninguna gana el canal, en las orillas de barro los árboles se agachan para rozar el agua amarronada, algunos casi lo consiguen, un platanero viejo los mira, un grandullón bellísimo que deforma la acera haciéndola gemir.

Tres rumanos conversan de coches y futbolistas millonarios, uno de ellos, cuando sentencia, eleva una lata de cerveza igual que la Libertad su antorcha, tras ellos el sol sigue hincándose de canto entre tu barrio y tu colegio, como nosotros quejándose de cansancio, asegura que hoy se levantó antes de las siete.

Las flores de hierro del puente aún aguantarán tibias unas horas, despotrican de los ayuntamientos, están pintadas de verde y no entienden porqué, si Torrero, dícen, jamás formó parte de París. Los mosquitos nos acosan compinchados con el tráfico, tú observas la hilera de patos marchándose a dormir, yo a una niña que hace un minuto estaba a punto de llorar y ahora es la más feliz del mundo.

Todo sucede mientras se deshace, en vertical y despacio como un imposible muñeco de nieve, la luz de media naranja de una de las últimas tardes de este verano primero.

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caídos en combate.

 
De fajas de señora o de artículos de pesca, cada vez hay menos, las franquicias y los híperes se los comen despacio, como una Anaconda.

Servidor aún recuerda qué rótulos había en ambas aceras de  mi calle; estaba la mercería Karina, enfrente la papelería Lorca, seguían una panadería, la electricidad Joven, un taller de coches y la tienda de ultramarinos de Pedro, ese Vegé del chaflán al que mi madre, toda apurada teniendo ya enhuevada la merluza, me mandaba a por el pan rallado. Yo tardaba tres cuartos de hora en hacer el recado y me  zampaba un Tigretón sentado en el rellano del piso de abajo tras haber embargado un justo porcentaje de los cambios.

Será la crisis, que además de fea nunca se pone desodorante porque le parece un lujo prescindible, hoy muchos de aquellos negocios están vacíos, albergan sociedades secretas de gatos, permanecen tabicados como nichos, exhiben en pelotas a sus pobres maniquís, los escaparates desiertos como un chiringuito playero de Noruega, chinados los fluorescentes, las fachadas escondidas bajo dos centímetros de cartelones llamando a la huelga o anunciando matrículas gratis en academias de yoga y cha-cha-chá.

Cabizbajos intentan dormir sin llegar a pegar ojo, amargados y a oscuras fenecen obsesionados por el recuerdo de la pasta que se les llevaron las licencias de apertura, revisados los extintores e instalados a la altura correcta los urinarios, abonados católicamente los boletines al fontanero, al electricista y al perroflauta del paso de cebra, así como el recibo del seguro por si una mafia de quinquis ninjas hubiese reventado las lunas pilotando cara atrás un Range Rover sustraído a un ecologista pijo.

Sus dueños no entienden qué falló, si sobre el mostrador tenían una cestita con caramelos de café y un San Pancracio de escayola que cambiaba de color según el tiempo, sin contar que el felpudo daba las gracias en castellano y catalán y que como dependienta estaba una cuñada muy blondie y sofisticada.

La mitad más cómoda de nuestra civilización no se la debemos a Pasteur ni a Edison. Se la debemos a los mugrientos mercachifles que, empujando sus carretones por el barro, nos trajeron cada croisant y cada taza de chocolate, cada pañuelo de seda, cada traje de pana, cada plátano y cada lata de tomate, cada caloría y cada frigoría.

La mitad más cara de nuestra dignidad también se la debemos a ellos; a los mosqueados pañeros, confiteros y galenos de París, hartos de aguantarle el mal aliento al Viejo Régimen se mancharon las manos linchando a quien fuese menester para mutarnos de siervos a ciudadanos.

Por eso este bloc se deprime y lamenta cada cartelito de traspaso, cada anuncio de alquilo por deserción, cada bar de chinos nacido de la desesperanza de una tienda de neveras fracasada en vísperas de la segunda glaciación.

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