caídos en combate.

 
De fajas de señora o de artículos de pesca, cada vez hay menos, las franquicias y los híperes se los comen despacio, como una Anaconda.

Servidor aún recuerda qué rótulos había en ambas aceras de  mi calle; estaba la mercería Karina, enfrente la papelería Lorca, seguían una panadería, la electricidad Joven, un taller de coches y la tienda de ultramarinos de Pedro, ese Vegé del chaflán al que mi madre, toda apurada teniendo ya enhuevada la merluza, me mandaba a por el pan rallado. Yo tardaba tres cuartos de hora en hacer el recado y me  zampaba un Tigretón sentado en el rellano del piso de abajo tras haber embargado un justo porcentaje de los cambios.

Será la crisis, que además de fea nunca se pone desodorante porque le parece un lujo prescindible, hoy muchos de aquellos negocios están vacíos, albergan sociedades secretas de gatos, permanecen tabicados como nichos, exhiben en pelotas a sus pobres maniquís, los escaparates desiertos como un chiringuito playero de Noruega, chinados los fluorescentes, las fachadas escondidas bajo dos centímetros de cartelones llamando a la huelga o anunciando matrículas gratis en academias de yoga y cha-cha-chá.

Cabizbajos intentan dormir sin llegar a pegar ojo, amargados y a oscuras fenecen obsesionados por el recuerdo de la pasta que se les llevaron las licencias de apertura, revisados los extintores e instalados a la altura correcta los urinarios, abonados católicamente los boletines al fontanero, al electricista y al perroflauta del paso de cebra, así como el recibo del seguro por si una mafia de quinquis ninjas hubiese reventado las lunas pilotando cara atrás un Range Rover sustraído a un ecologista pijo.

Sus dueños no entienden qué falló, si sobre el mostrador tenían una cestita con caramelos de café y un San Pancracio de escayola que cambiaba de color según el tiempo, sin contar que el felpudo daba las gracias en castellano y catalán y que como dependienta estaba una cuñada muy blondie y sofisticada.

La mitad más cómoda de nuestra civilización no se la debemos a Pasteur ni a Edison. Se la debemos a los mugrientos mercachifles que, empujando sus carretones por el barro, nos trajeron cada croisant y cada taza de chocolate, cada pañuelo de seda, cada traje de pana, cada plátano y cada lata de tomate, cada caloría y cada frigoría.

La mitad más cara de nuestra dignidad también se la debemos a ellos; a los mosqueados pañeros, confiteros y galenos de París, hartos de aguantarle el mal aliento al Viejo Régimen se mancharon las manos linchando a quien fuese menester para mutarnos de siervos a ciudadanos.

Por eso este bloc se deprime y lamenta cada cartelito de traspaso, cada anuncio de alquilo por deserción, cada bar de chinos nacido de la desesperanza de una tienda de neveras fracasada en vísperas de la segunda glaciación.

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