La felicidad es una jovencita dispersa,
bienintencionada quizá pero voluble, que
pone poca atención cuando le hablas. Distraída con sus cosas, coloretes, unicornios o videos de Melendi en el smartphone, no se estresa si se le olvida que
tenía una cita contigo.
Y aunque ella no sepa exactamente
lo que significa, la felicidad es agnóstica, no se come el coco ubicando el
cielo o el infierno. Dios y ella tienen cometidos diferentes. Él arrasa
ciudades cuando se mosquea, ella en cambio lo único que hace es largarse dando
un portazo y llamándote capullo.
Así que pedirle a la felicidad
que en Navidad haga un sobresfuerzo es pedirle a Elvis que se cante una jota. La
muchacha no entiende de epifanías ni equinoccios, además se lleva muy mal con Papá Noel al que acusa de racista. Siempre empieza repartir por los EEUU y para cuando llega a Somalia sólo
le quedan bolsas de pipas.
No voy a negar que a este
bloc le gusta ver refulgir la fachada del Corte Inglés con bombillicas de
colores, al crio pataleando presa del pánico cuando su madre, con la ayuda de
tres pajes, lo sienta en las rodillas de un inquietante rey Melchor, así como a
los camellos arriba y abajo por la plaza del Pilar, que vete tú a saber lo que
a los pobres les pasa por la mente.
Lo que lamento es no poseer la
vehemencia navideña de las muñecas de Famosa, aunque desde que salieron de Onil, y caminando a su paso, les han malvendido la fábrica y deslocalizado la producción sin que ellas hayan llegado siquiera a las
proximidades del portal.
De mis cincuenta Nochebuenas recuerdo sólo cinco o seis en las que no haya deseado ser monje budista. De esos que sólo comen mijo, viven colgados a seis mil metros y jamás tienen sexo a no ser que pillen a Yeti despistado. Pero al fin y al cabo uno ha nacido más o menos donde está y debe apechugar con su cultura. Tal vez sea una obligación ancestral aferrarse anualmente y de modo frenético a una zambomba, sacar la racionalidad al balcón y comportarse tan incongruentemente como los peces en el río, una letra aparentemente escrita en mitad de un colocón de ácido.
De mis cincuenta Nochebuenas recuerdo sólo cinco o seis en las que no haya deseado ser monje budista. De esos que sólo comen mijo, viven colgados a seis mil metros y jamás tienen sexo a no ser que pillen a Yeti despistado. Pero al fin y al cabo uno ha nacido más o menos donde está y debe apechugar con su cultura. Tal vez sea una obligación ancestral aferrarse anualmente y de modo frenético a una zambomba, sacar la racionalidad al balcón y comportarse tan incongruentemente como los peces en el río, una letra aparentemente escrita en mitad de un colocón de ácido.