No sé qué merito tiene, Don Leopoldo, hacer bien lo único que sé hacer.
¿O en qué otra cosa me puedo
emplear?, ¿realizando exhibiciones de puntería con cuchillos?, en cada
actuación desmembraría a una partenaire. ¿Extrayendo el ADN de una cáscara de
plátano? Me equivocaría y señalaría a un chimpancé inocente como el asesino.
Lo que pasa es que usted ya tiene
su libro, Don Leopoldo, y no sé si realmente me comprende. Por otro lado el que
esté muerto -y espero que no se ofenda por que le saque el tema- dificulta un poco la comunicación. Los
cadáveres por geniales que hayan sido carecen de objetividad, se distancian enseguida
de los cotidianos errores, orgasmos y
agonías de los vivos.
Busco un paréntesis, lo abro, me
acomodo dentro y escribo. No me pagan, es más, pásmese; me cobran por hacerlo. France
Telécom posee una nula sensibilidad literaria, siquiera se molestan en leer,
convierten en bytes las páginas y las envían sin la menor crítica, con diligente
y absoluta frialdad e importándole un huevo si se trata de un soneto o una
factura de gas.
Vivo en un submarino con ventanas
a la calle, afuera un continuo ruido de pueblo en fiestas, tormentones
consecutivos de verano y polvo, polvo de desierto globalizado. Dentro un
ordenador, zumbón como el negro que baila el bayón.
Ahí se acaba mi ecosistema. Aquí
soy el único depredador y también su víctima, alterno arriba y abajo en la
escala evolutiva, me capturo, me muerdo en la yugular y me como. Otras veces
huyo de mí mismo, corro más y me meto en agujeros en la tierra en los que sólo
yo quepo, como un pulpo me cuelo dentro de un frasco vacío.
Estoy desubicado, señor Alas,
como Heidi en una orgía, todavía estoy pensando en conquistarle Túnez a los
turcos, salvar Hiroshima, evitar que Lady Macbeth se suicide, comprarle otro
frasquito de perfume a María Magdalena.
Y me estoy quedando en nada, maestro,
como Orellana en la Amazonia, me
devoraron los yacarés, soy el humo de una cerilla disipándose en un día de
cierzo.
Soy un inútil porque no hago lo
único que sé hacer.
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