Labordeta. El último semáforo.


El lunes pasado, cuando el coche con el féretro de José Antonio Labordeta salía de la Aljafería, aún quedaban por ahí unos centenares de ciudadanos difíciles de convencer. Aprovechando que el semáforo se puso rojo hubo quien dio unas palmadicas en el portón trasero, así como en el hombro de un amigo. Después se cantó, una vez más pero poco rato, al fin y al cabo los empleados de la funeraria se estaban ganando los garbanzos.

La segunda vez que el semáforo se puso verde la gente abrió el círculo y Labordeta se alejó por la Avda Madrid, supongo que a coger el cinturón hacia Torrero. Eran las diez y media de la noche y una honesta parte de nuestras vidas concluía mezclada con el tráfico de las Delicias. De la manera más prosaica del mundo.

Nos quedamos allí, con cara de paletos y con la realidad rebordenca, con sus coscorrones. Con los políticos que mandan y con los políticos que mandarán sacando de vez en cuando tiempo para reunir a diez o veinte mil incondicionales con presbicia.

Viendo arrancar el furgón sabíamos que ido el abuelo nos veríamos remando solos. Corriente arriba contra tanta traición, tanta mega-economía y tanta chuminada. Nos sentimos perdidos mirando encenderse y apagarse el intermitente derecho del coche fúnebre. 

En esa esquina se acababan décadas de sueños, de cabreos y de la poesía austera que a esta poco mediática tierra le corresponde. De cierzo imparable y de barrios que aún conservan su tienda de ultramarinos.

Escaparate de la Sastería Yañez, en la calle Conde de Aranda