Señor Juez, soy culpable porque bajo cosas que no son mías.

Quiero decir en mi defensa, señor Juez, que voy al cine con frecuencia, que mientras hago cola no empujo sino que me distraigo mirando la nuca de la persona que tengo delante y que cuando llego a la taquilla, y si me invitan insto a quien me invita a que haga lo mismo, entrego la cantidad estipulada en moneda de curso legal.

Que puesto que nunca como palomitas, puedo asegurar que una vez terminada la sesión apenas necesitan pasar el aspirador sobre la butaca que ocupé.

Además de eso señor Juez, añadiré, sin pretender con ello ser más solemne que su toga o el boli bic con el que su señoría está
tomando nota, que soy de los que opina que las salas de cines deberían instituirse como recintos sagrados puesto que es ahí donde desde hace cien años la mayoría de nosotros averigua cómo serían nuestras vidas si no fuesen nuestras vidas.

Allí su señoría y yo hemos sido indios sioux, astronautas y esclavas de Cleopatra, boxeadores, enanitos, geishas, oficiales nazis y agentes al servicio de Su Mejestad. Nos las hemos visto con Al Capone, con áliens viscosos, con miles y miles de chinos realmente irritados y con tiranosaurios rex. Por ello estoy convencido, señoría, de que cada vez que han derribado un cine han hecho llorar a Dios, a la princesa Leia y a Cantinflas.

Lo que pasa señor Juez es que a veces, cuando en la televisión no hay torneo de golf ni concurso de misses, me apetece ver algo que en su día no pude ver, algo que jamás se vio en ninguno de los cines de la aldea en la que vivo o algo que sólo puedo ver allí donde me lo encuentro.

Y es entonces cuando delinco señor Juez.

En muchas ocasiones hago clic con el botón derecho del ratón donde no debo , y como si eso no fuese suficiente, me pone mucho ver cómo poco a poco se va agrandando la barrita verde del porcentaje de descarga. 


Por todo ello soy más culpable que la madre de Psicosis, pero pido que no se me tenga por maldad mi amor por la agente Clarice Satrling, que no se me recuerde sólo por mi afán de cultivar mi espíritu tangándole a Coppola los tres padrinos en una sola tarde.

Quédele además constancia a su señoría de que siempre que puedo, acudo a salas de estreno, amén de que por el camino, con los impuestos que razonablemente me chulean por la gasolina, el café, la caja de chicles y el parquímetro, contribuyo a que el cine siga funcionando y a que ningún crítico carezca de zapatos y duerma sobre la nieve por mi culpa.