Ю́лія Володи́мирівна Тимоше́нко

Cuando la tele era en blanco y negro ponían un anuncio de margarina, una señora asomada a la ventana llamaba a Luisito a merendar y Luisito, un imbécil a medio camino entre Joselito y Pocoyo, hacía caso omiso y se quedaba dando balonazos en un descampado.

Entonces, en la cocina aparecía ella, llevaba bota altas, rojas, un delantal bordado y trenzas rubias, tan gruesas como las lianas de las que se colgaba Tarzán. Con sonrisa virginal se ponía a untar mantequilla sobre las rebanadas de pan del bocadillo, quizá con excesiva sensualidad para tratarse de rodajas de chorizo, mientras Luisito, presa de un extraño frenesí, corría para casa
y la mamá reía a carcajadas, sin duda intoxicada por los vapores de la laca.

Timoshenko se parece a la chica rusa de la mantequilla, pero aunque ella quiera aparentar ser una sencilla campesina, limpia y prieta de carnes, es en realidad una millonaria engreída y mega pija.

Su prosperidad está parentalmente vinculada a los tiempos en los que medraban los correveidiles burócratas colocados desde Moscú, los mismos que, cuando el tinglado trastabilló, ya tenían su propio cacho de ex Unión Soviética asegurado en la faldriquera. Así Yulia, que pasó de comunista a empresaria en menos de lo que cuesta decir “Lénin”, se filtró hasta la política y continuó prosperando a base de populismo nacionalista. De ahí que su mirada sea tan fría como esperar el autobús en una esquina de Kiev una noche de febrero.

Pero lo cortés no quita lo valiente; no voy a negar que un servidor estaría encantado si alguien, suelto en lenguas eslavas, tuviese la amabilidad de traducir este post al ucraniano. Por si algún día esta dama pudiese llegar a entererase de cuanto me gustan sus trenzas, sean suyas o no, que eso qué nos importaría una vez cerrada la puerta y puesta a tope la calefacción.

Porque por cierto, a esta chica lo que le sobra es gas.

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