Crónicas de singles: El cumpleaños de Rebeca


Los más animados interpretan una coreografía básica en la que sólo interviene el brazo que no sujeta el cubalibre…

-¿Eres compañero de Rebeca?  -Me pregunta una mujer con los ojos claros y unas ojeras mal disimuladas que la hacen atractiva.
-Sí…  Bueno, ella está en otro dep...

Estridente y descontrolada, como poseída, Nena Daconte ahoga mis palabras. La mujer de las ojeras no sabe  qué más decir, y yo tampoco, apenas cinco segundos y una amiga de andares desgarbados (le rozaba un zapato) ha venido a llevársela alegando que Chusa, que no sé quien diantre es,  ya se iba.

A pesar de la agónica Daconte, el caballero que hay a mi lado bebe en silencio, tiene poco pelo, muchísimo menos que yo. Me he alegrado tanto que creo que he sonreído observándolo, menos mal que no se ha girado porque me rompe la cara. Sin embargo el tío que está a su derecha sacude coqueto una melenita gris, será por eso por lo que se cree con derecho a tocarle los huevos al camarero, levanta impaciente un vaso sólo con los hielos.
-¿Bombay? ¿No tienes otra? ¡No, no, quita, esa no! Beefeater tampoco... Déjalo –dice resignado- la Bombay ya me vale.

Los hombres venimos de a uno, entramos con prudencia, como quien entra a una comisaría con el carné caducado, avanzamos estirando el cuello en busca de la persona que nos trajo o nos recomendó venir.

Las mujeres en cambio llegan de cuatro en cuatro, son un desfile y si se distancian unas de otras parecen asustarse, así que aguardan y no prosiguen hasta que el grupo se compacta de nuevo. Es una estrategia, lo he visto en un documental sobre cebras en la 2, manteniéndose todas juntas (al menos así sucede con las cebras) confunden a los leones que apenas ven una marea indefinida de rayas desplazándose y levantado polvo.

Entre los dos bandos constituimos una masa descontextuada y desconcertada. Solterones que tienen a la madre con alzheimer, separados que duermen en un sofá cama subido del trastero, madres divorciadas con un hijo adolescente que ya mide 1.87. Todos somos viejos conocidos que apenas se recuerdan, las facciones te suenan o te empiezan a sonar en ese preciso instante a pesar de no haberlas visto en tu vida. Unos y otros nadamos hacia la orilla alejándonos deprisa por si hubiera cocodrilos, ni uno solo sabe exactamente qué busca y que le pide -o qué le pediría de no sentir tanta pereza- a la noche de Septiembre.

En la que llueve con fuerza, por cierto.

Doy con Rebeca o ella da conmigo, parece contenta, está sonrosada como una comulganta, quizá porque se ha pasado media tarde bajo el secador de pelo. Se ríe mucho, como si la que estuviese cumpliendo treinta y ocho años fuese la chica que se quedó esta mañana en la oficina.

En la vida real es más mona de lo que está esta noche,  Rebeca es de las que se auto-agrede cuando va de tiendas, los espejos de los probadores le hacen perder la consciencia de sus curvas escandalosamente femeninas, estoy seguro de que después, descalza y a medio maquillar, se desespera con el ropero abierto de par en par tras haber esparcido su contenido sobre la cama. Oyendo  desde allí las carcajadas de los maniquís del escaparate de Zara, secos como palos, vengativos por su inamovilidad.

Los hombres sabemos de eso aunque poquísimas veces lo manifestemos, de hecho somos unos especialistas en mirar mujeres, no entiendo porqué se nos minusvalora tanto como estilistas.

Rebeca me lleva de la mano y me presenta a cinco elegidos al azar de entre su millón largo de amigos, tiene más que Roberto Carlos. Trae arrastrada por el brazo a una amiga gorda que a su vez arrastra por el brazo a otra amiga flaca. Despues añade una morenita interesante que pone cara de ser mucho más interesante de lo que en realidad es y a un sujeto fondón y sospechosamente simpático al que por lo visto conoce de su anterior curro. Finalmente extrae de algún inframundo adolescente, a un antiguo compañero de facultad, su amigo de toda la vida –nos dice-, el típico gafitas cariñoso con el que asegura tener una relación cómplice y fraternal sin sospechar siquiera que él lleva intentando tirársela desde los quince años.


Conversamos o nos afanamos en algo remotamente similar. Alguien se adelanta al resto diciendo que está feliz porque la lluvia le está lavando el coche, no es original pero de momento a todos nos sirve. Lo malo es que a partir de ahí la amiga gorda adquiere confianza y comienza a pormenorizar una por una las vueltas que tuvo que dar para aparcar. Una vez relatada la séptima ya son demasiadas vueltas pero por suerte la del cumpleaños interrumpe para preguntarle a Lola (Lola es la supuestamente interesante) cómo le fue en Agosto por Milán.

A falta de cosas mejores Lola tenía en la boca uno de los hielos del Bacardí, se hace la elegante y disimula sin lograr evitar ponerse violeta y que su cara se congestione como la de la niña del Exorcista, por fin consigue tragar el cubito y empieza a decir desganadamente cosas inconexas de Milán, es evidente que todos le caemos mal. Rebeca, que tampoco se entera, gesticula con la cabeza y de vez en cuando, aprovechando las pausas, dice “ahá”.

Es cuando el ex compañero de facultad me pregunta si yo alguna vez he estado, me pilla mirándole los vaqueros ajustados a la camarera rubia por lo que le respondo que “si he estado dónde”. Que si has estado en Milán, me dice, y yo le contesto que no. Después le pregunto si es que él sí, pero resulta que tampoco, y dado que la conversación rula por una vía rematadamente muerta los dos nos volvemos apurados hacia la amiga flaquita, que también estaba distraía, en su caso leyendo las etiquetas de las marcas de cerveza, y le preguntamos lo mismo. Nos sonríe cortésmente, se le nota un huevo que no estaba atenta cuando fuimos presentados y que no tiene ni remota idea de quienes somos. Y en lo que se refiere a Milán no, jamás ha estado, aparte de eso está jodida de frío porque eligió para esta noche un vestido excesivamente ligero y cortito que el único deseo que provoca es el de invitarla a un chocolate con churros.

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