El Calamar Bravo (elegía ochentera y zaragozana)

Quedaron un sábado a las seis y media, soplaba un cierzo de tres narices en Independencia, hasta el Justicia, arriba en su sillón, se quejaba del frío.

Aún así recorrieron, y no una sino tres veces, todos los tramos de acera que van desde las escaleras de la Diputación hasta las de Medicina. En un principio conversaron poco, se sonreían buscándose preguntas, caminaban una manzana por fuera de los porches y la siguiente bajo ellos.

Tras completar la última vuelta se metieron en el pasaje Palafox, miraron los carteles de los cines y después, sentados en las escalinata de moqueta roja, consiguieron superar la parte más abrupta de los hielos y charlar diez minutos sin pausas, rodeados de piernas de parejas de novios y de botas con hebillas de los reclutas del CIR.

En el kiosco del pasaje ella compró un paquete de chicles que él insistió en pagar, en el toma y daca se le desparramaron veinte duros en monedas, a ella le dio la risa tonta y él, tras haberlas recogido casi todas, se levantó muy digno aunque inquieto porque le faltaban diez pesetas. Como no era cuestión de rebajarse a gatear en tales circunstancias los dos duros se los encontró una señora con moño y cuello de astracán que para nada se sintió indigna.

En el escaparate que hay en el rincón ella se paró a mirar un bikini rezagado desde Julio, era celeste y tenía estampados limones cortados por la mitad, le pregunto si le gustaba y él se puso colorado, o ya lo estaba. Ella había ido a la cita con unas botas camperas y un falda larga muy amplia que terminaba en una puntilla blanca y tenía dibujitos indios de la India. Llevaba la melena deshecha en millones de rizos que el viento había  triplicado reorganizándolos a su criterio. Él estaba encantado pero se sentía tenso, temía ir a decir algo y que se le trabase la lengua, dar un tropezón en el embaldosado, pensar algo que no debía pensar y que ella notase que lo pensaba porque, por si no bastasen la perfección de los rizos y el sensual paso de los elefantitos de la falda, tenía a su lado a la mujer más inteligente del mundo.

Mantuvo la calma, no balbuceó mas que en un par de ocasiones, la tarde transcurrió plácida, fría únicamente por el frío, hablaron de música y de películas, del pueblo de sus abuelos y del colegio en el que hicieron la EGB, de si creían en los OVNIS, de si les daban miedo los fantasmas y de si les gustaban las comidas raras, de si esto o aquello lo habían probado así o asá.

Mientras tanto se había hecho de noche, sobre  el Tubo ya estaba encendido el enorme letrero de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, la llovizna de cuatro gotas no llego a empaparlas pero dejó perfumadas las baldosas El ventarrón meneaba las nubes sin respeto y la luna, algo canija, apareciía y desaparecía como un niño unos metros por arriba de los tejados de la acera izquierda.

-¿No tienes hambre?... Dijo ella distraídamente mientras miraba en el escaparate de la Lepanto un libro que tenía en la portada a Francisco Umbral fumando en pipa y en blanco y negro.
-¿Quieres un helado?
-¿Un helado? –repitió ella alargado la “o” del final- ¿Te apetece un helado con este bris?
-No mujer… Si te apetece otra cosa pues otra cosa.
-Lo que me apetece es un bocadillo –respondió sintiéndose corroborada por la lógica- Uno de calamares... ¿Has comido alguna vez calamares con mayonesa?
-Sssssí –respondió él echando cuentas del dinero que le quedaba tras el cataclismo acontecido en la compra de los chicles.
-¿Vamos pues? Es que ya son casi las nueve y mi madre... ¿A ti te gustan con mucho picante?