va a ser que no.


Una BH azul con el timbre afónico y el sillín de cuero repelado. Me la prestó Jesús, que la guardaba con celo en el altillo de su parcela a medio construir allá en la Cuarta Avenida, donde se acababan Torrero y el planeta, frente a una cancha sin pintar donde hordas de niños jugaban despiadadamente al fútbol. La bici estaba floja por mil partes, desencuadrada, la cadena con grasa de 1950. La resucité, le puse frenos nuevos y en Ciclos Albacar le arreglaron el pedal que se salía.

Cuando volvió a rodar Zaragoza se le hacía desconocida, yo le enseñé la  diminuta parte que me sabía, la llevé por el desierto del Actur, bajé con ella el paso a nivel de las Delicias y, con desastroso disimulo, pasé una y otra vez por los chopos a la entrada de Helios confiando en que Eros, hasta la fecha mezquino, me hiciese coincidir de nuevo con la chavala aquella del bikini de florcicas.

Me caí tres o cuatro veces, perdí el miedo a algunas pocas cosas, sin duda alguna inventé el ecologismo y llegué a casa siempre a tiempo de ver el Un Dos Tres.

Y la matriculé como Dios manda, como me dijeron en el segundo piso del Ayuntamiento, pagué veinte duros y garabateé el papelote que un funcionario mecanografió con furia en su Olivetti para que me dieran una chapita amarilla con el león en el escudo que colgué con orgullo del sillín.

A los 18 me saqué el carné, perdí los pocos miedos que me quedaban y, a bordo del Seat 850 de mi madre, conquisté continentes de los que siquiera conocía su existencia.

La bicicleta de Jesús murió de pena con su matrícula aún colgada y una cesta que le añadí para llevar los libros de la FP2, murió pero no recuerdo qué día ni cómo, yo estaba ocupadísimo yéndome en coche a las fiestas de Cadrete, cuando el permiso de conducir no tenía puntos y eran legales decenas de dulces cosas por las que hoy te llevarían a Sing-Sing.

matrículas de bicicleta de los años 60