business en el contenedor

Era un buen negocio, reconozcámoslo, una palabra muy difícil de teclear por cierto.

Por entonces Pepe, que tenía dos pisos, quiso vender el más viejo. Cuando Paco se interesó, Pepe le pidió cien. En realidad Paco supo desde siempre que a Pepe ese piso no le había costado más de treinta, pero eso había sucedido infinidad de años atrás, diez quizá, y además él carecía de los cien, apenas tenía seis.

El cuento pudo terminar aquí, pero no hay nada menos lógico que un cuento.

Paco veía miles de dedos señalándolo. ¡Huyhuyhuy, mira Paco que no tiene ! ¡Pobre Paco que ni un pisito posee!¡Hay que ser un infeliz para no saber por dónde se va al banco ni en qué silla hay que sentarse para que te den! - opinaba la buena gente.

Y ahí entró el del container, que Dios lo tenga en su gloria.

Míra Paco por aquí, mira Paco por allá, qué parqué y qué sol de España entra por el balconcito entre las dos y las tres. Radiadores radiantes y una plaza de garaje en la que podría caberte la lancha motora de la Barbie.

Mientras tanto Pepe se frotaba las manos, y el resto también. Si Paco firmaba se embolsaría en un plis plas el sueldo de cinco años con sus noches y podrían irse por fin (así fue) a vivir en comandita al adosado que construyeron adosado al adosado que compró su prima en aquel secarral con los pinos recién plantados.

El invento estuvo bien mientras duró. Al tiempo que Paco firmaba el interventor tañía el clavicordio; Gloria a la Caixa, et nunc et semper et in saecula saeculorum, cantó aquella mañana la cajera.

La vida era maravillosa en aquella época, cuando todo el mundo ganaba, el tiempo más feliz de nuestras vidas. Ganó Pepe y ganó el banco, y al del container le cubicaron muchas tardes abriendo la puerta de la cocina y enseñando la vitrocerámica.

Pero de toda esta historia Paco resultó ser el más beneficiado, por eso lloró emocionado el día de la firma al mirarse las manos. Donde hace dos minutos tenía un boli Bic ahora sostenía las llaves de un piso de sesenta metros.

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