La última semana del mercadillo de toda la vida

Vender melones a media docena de metros de la superficie de la ciudad era mucho más sencillo hace treinta años, cuando hablar de barreras arquitectónicas suponía lo mismo que hablar en manchú. Al mercadillo se accedía mediante puras y duras escaleras. A las sufridas marías les temblaban las pantorrillas cuando subían el capazo con las acelgas, la Pitusa y el vino Monteviejo en su botella de color verde.

Y ahí estaba yo, llevando en la mano una notita de mi madre que, haciéndome el chulo, obviaba leer a costa de no siempre llegar a recordar si se trataba de trescientos kilos de arroz o de dos gramos de mortadela. Pequeñajo y con el carácter de un merengue, se me colaban las abuelas alegando que tenían el cocido en el fuego y que yo sólo era un crío al que no se le quemaba nada.

Era cierto, en mi época los niños no solíamos tener prisa hasta las seis, cuando los Chiripitifláuticos cantaban el brujito de Gulubú (*), lo que no quita para que me molestase sobremanera la impiedad de las señoras que apretaban contra el pecho el monedero redondo, de aquellos con dos bolitas que al cerrarse hacían clic. Allí abajo entendí qué cosa artificial y mudable era el dinero, lo fácil que se extraviaba incluso sin salir de tu bolsillo.

Hoy lo han comenzado a demoler, ni idea de en qué convertirán los aparejadores y sus genios de la lámpara ese espacio en tinieblas en el que ratas y ratones planeaban en breve dar un golpe de mano y marchar sobre Moncloa. La líder de ellas hasta se había rapado la cabeza.

Nada de eso sucederá, ahora sólo se oyen motores de taladros, palabrotas en rumano y ruido de tablones. Han empezado a borrarlo del mapa por las letras, por ese hermoso voladizo que tanto odié y que desde entonces me ha visto pasar mil veces y con mil ánimos distintos, con mi primera novia, con la séptima, con la bici que me robaron, con el Seat Panda y con el corazón en varios trozos.
----------------- (*) Durante años, y aun hoy en día, la población infantil estuvo terriblemente dividida; un amplio sector consideraba que el hogar del brujito estaba en Bulugú, si embargo son y fueron numerosos los que cuestionan dicha procedencia afirmando que el lugar citado en la canción se trataba en realidad de Gulubú. Este blog se decanta por la segunda postura ya que entendemos que Bulugú sólo existe en la ficción y por ende difícilmente pudo ser la auténtica patria del brujo que enmudeció a la vaca que no podía decir ni mú.
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