medio día de furia en MediaMarkt

bolsa de papel (por ende reciclable) por la que cobran 5 céntimos en Media Markt.

Pude haber acabado en Sing Sing, con un mono naranja y la Guadalupana tatuada de la nuca a la rabadilla, pero por fortuna es éste un país en el que portar una katana por la vía pública está celosamente regulado.

Es lunes, mi ordenador huele a  plástico caliente, como el coche a Carlos Sainz, me está avisando e inconsciente sigo a lo mío, descargando un video de Britney Spears cantando fandangos. Víspera de puente, mis vecinos se fueron en horda a Salou a gozar de su espartano  apartamento, en la tele Urdangarín sonríe y Bárcenas chupa la cabeza de una gamba acogiéndose a la amnistía, será por eso que el ordenador bufa y se pone al rojo. Hasta que algo cruje, tras un chispazo el enanito verde que vive dentro se derrumba y agoniza sacándome la lengua.

Desesperado, como un pompeyano ciberadicto, salgo presa del pánico a la calle y me abrazo sollozando a un señor bajito que paseaba a su husky. Lo tienes chungo, me informa el perro mientras su amo olisquea a una señora,  el informático de la esquina ha pillado el puente, eufórico porque ayer vendió un pendrive de Bob Esponja.

Y justo entonces, el cielo se abre y desciende un arcángel ingeniero de sistemas. Arrepiéntete de tus pecados y ve, clama un coro celestial poniéndome en la mano un folleto de Media Markt. Y allí me dirijo, como un peregrino al que comunicasen que la catedral está cerrada por reformas debido a que el apóstol ha decidido hacerse un loft, entro taquicardíaco en la tienda, avanzo entre pasillos y caigo de rodillas. Abajo y al fondo, en ese estante en el que nadie mira porque la talla media nacional ha aumentado gracias a los danacoles, queda una única fuente de alimentación, Powerline F-550 y tal y tal.

La tomo en brazos y la beso, después consulto en el papelito que llevaba en el bolsillo las características, no son exactamente las mismas, tengo mil dudas, todas espantosas, miro a mi alrededor pero no existen dependientes. La moza que despacha en los móviles se desentiende, que acuda a su compañero, me dice, un chico alto con antenitas y orejas puntiagudas, pero el mozo está ocupadísimo, un comité del hogar del jubilado de Castiliscar solicita su asesoramiento para la compra de un cedé grabable, aunque un deuvedé igual les sirve, creen, pero el chaval les habla de las tarjetas SD, son otra opción, añade, ante lo cual los jubilados discuten, se enfrenta la facción inmovilista con la geek y llegan a las manos.

Quiero pagar esto, largarme y ser de nuevo un ciudadano con WindowsXp, pero en la línea de cajas no hay nadie, las cuatro están cerradas, siquiera una cajera pequeñita. Un segurata con pistola de rayos pulula por la puerta. Tendrá que bajar a la planta calle, me indica, y después se abalanza a revisar las bolsas de Zara que porta una muchachita a la que le ha sonado la alarma CUANDO ENTRABA.

En la planta de abajo tampoco hallo dependientes, otras cuatro cajas vacías evocan una catástrofe nuclear, pero vislumbro una joven que me hace señas desde un mostrador remoto como un iglú. Tiene que pagar aquí, me dice, y perdida ya la dignidad apenas me molesta ese “tiene “ ubicado en una frase donde la cortesía comercial exigiría un “puede”, eso sí, cuando me inquieren sobre mi código postal, les miento y digo el de mi bisabuela, que se jodan si después les salen mal las estadísticas. Tras darme el cambio la chica me pregunta:

-¿Va a querer bolsa?

Yo asiento, temo que si salgo con el artículo en la mano los de seguridad me den el alto y tras derribarme, me inmovilicen y hagan un tacto rectal.

-Son cinco céntimos –apunta la chica entregándome una paupérrima bolsa de papel en la que luce el vulgar logo de la casa.

-Y ya que se la pago –juro que lo pregunto sin malicia-, ¿no tendrá una con monos o gatitos?

Pero veo de reojo que el segurata está desenfundando y opto por dispersarme.