Plácido buscó en los timbres el 4ºC, la
señora le dijo sí y después se disculpó, o más o menos, porque al de la tienda omitió decirle que su bloque carecía de ascensor. Seis tramos de escaleras y dos rellanos, ese Hillary era un maricón neozelandés, empujando una nevera se hubiese plegado en la Subida Cuéllar.
La clienta salía a las cuatro para ir a trabajar, eran las tres y media y
Plácido llevaba sin comer desde el carajillo de las siete, un día en el que se te echa la tarde sin comer
es imposible que sea perfecto, está cantado que en algún momento la pifia, el
cronista no es neurólogo pero intuye que el ayuno de tortilla provoca un exceso
de iones negativos en el sistema límbico, o quizá sea en otro sistema y los
iones sean positivos, va a ser igual, el asunto es que Plácido sintió un
chasquido en la cabeza cuando, al salir del portál cargando con el frigorífico viejo, se encontró el coche de la
municipal junto a la furgoneta en doble fila y al agente más alto desdoblando la
libreta.
Partamos de la base de que los policías municipales
no saben discutir, no están abiertos al diáolgo y se bloquean enseguida. Por parte de Plácido la bronca se limitó a un sólido discurso pleno de ironías, bisílabos oxítanos dirigidos al alcalde, invocaciones marianas y el verbo joder conjugado en
participio. Llegó al apoteosis con unas arriesgadas especulaciones referidas a la capacidad sexual de los agentes y una meditada batería de preguntas, incidiendo especialmente en la de si acudirían con la misma presteza a poner una multa a la presidenta de la Comunidad Autónoma en su portal.
Por lo que respecta a las fuerzas del orden, el munipa de las barbas, que vino a ser el más sensible, se puso a sacarle faltas a un asunto tan fuera de contexto como dibujo de las ruedas. La denuncia pormenorizaba todo el párrafo anterior mas resistencia a la autoridad, alteración del orden y una bulla acojonante, aunque esto último por escrito no se expresaba exactamente así.
Por lo que respecta a las fuerzas del orden, el munipa de las barbas, que vino a ser el más sensible, se puso a sacarle faltas a un asunto tan fuera de contexto como dibujo de las ruedas. La denuncia pormenorizaba todo el párrafo anterior mas resistencia a la autoridad, alteración del orden y una bulla acojonante, aunque esto último por escrito no se expresaba exactamente así.
Tres meses después, Plácido
aguarda a que digan su nombre en la puerta del juzgado número 6, aunque el
cartel que le pide que apague el móvil está muy desactualizado (un Nokia modelo mil y pico) él obedece. Tras mucha espera pasa
a una sala que tiene todos los fluorescentes encendidos, un vídeo VHS y un
micrófono por el que dan ganas de arrancarse por Camarón. Al fondo dos banderas
y una mesa larga por la que asoman los bustos de media docena de personas
vestidas de negro entre Darth Vader y el mounstro Triki. Dos de ellas se muestran
relativamente amables e incluso le sonríen, otras dos permanecen inmóviles, como en pleno éxtasis. Las
dos que quedan hacen pinta de ser más bordes que Calígula cuando pierde el
Lazio.
A Plácido no le permiten explicarse, él pretendía hablarles
del año que estuvo en dique seco, de que el banco le redujo el hígado a la
mitad, pero le atajan antes de que haga la primera coma. Plácido va sin afeitar,
tiene un aire de asaltar diligencias en Sierra Morena y la camiseta de La Polla
Records no le ayuda. Luego entran los polis, recitan su parte y enseguida se
piran a desviar el tráfico. En el Arrabal petó una tubería y ahora el parque del Tío Jorge
parece Yellowstone.
Plácido se queda ahí, tieso en el banco de madera y
mirando fijo el retrato del rey hasta que se le emborrona, es como si Juan
Carlos hiciera el moonwalker.
La multa está cantada, falta aún que le digan los
centímetros que le penetrarán, él lo intenta de nuevo, pero mirando ahora a
la suseñoría del medio que parece ser quien manda. Quiere contarle que ya lleva
mucho tiempo pasándolas color grana, pero su señoría no levanta la vista, continúa
meneando papelotes como si buscase la factura del teléfono de una hija suya que
tiene el novio en las Aleutianas. La que está a su derecha dirige a Plácido una
mirada de gorgona y hace chisst sin molestarse siquiera en usar el dedo. Le recuerda
que sólo debe hablar cuando proceda, algo obvio porque él precisamente estaba
procediendo.
Es entonces cuando a Plácido le vienen de golpe a
la cabeza los seis euros que tendrá que apoquinar en el parking, luego que el
segurata de la entrada le ha hecho quitarse la correa porque el arco pitaba
como un travesti loco. Recuerda que, además de haber perdido la mañana, se ha pasado
casi tres horas en un pasillo entre dos clanes enemigos de gitanos. Él ha sido
puntual como Phileas Fogg pero la vista anterior se prolongó más de lo
habitual, parece ser que estaban juzgando al que mató a Kennedy.
Además esa tarde tiene que llevar una lavadora a
Bujaraloz, el sol de julio se ha solidarizado con el pueblo saharaui y encima se va a perder el amistoso España-Papúa. Lo peor es que le ha parecido oir algo de retirada de carné, súmale
que a su señora la despiden de la contrata de limpiezas y que ayer la niña le
vino llorando porque su jefe de la sección de embutidos la llamó tontadelculo.
Hoy tampoco va a ser un buen día, también
está cantado, aunque allí dentro, amparados por la Carta Magna, que tiene nombre
de helado de Frigo, parecen ignorar todas las miserias.
Plácido se siente más sólo que Gary Cooper, y sin
pistolas, le hierve de nuevo el hipotálamo y se sulfura como un
chimpancé al que putean escondiéndole la banana. Echa cuentas de las lavadoras
que le va costar pagar la multa, de lo que le queda para pasar el mes. Calcula el
pastón que debe cobrar esa peña que lo tiene ahí, de pie, respondiendo a
preguntas de las que ya saben la respuesta, y repara en que el aire acondicionado funciona a toda
piña. Si se quitasen la toga estarían más frescos, se dice para sí, porque el caso es
que es él quien paga la factura. En su piso de sesenta metros hace más calor que
en una fábrica de magdalenas y sólo tienen un ventilador.
Luego piensa en que desde que terminó la efepeuno nadie
le había vuelto a mandar que se callase.
Así que a Plácido se le cruza la vena cava con la tiroidea,
carraspea un poco y se lía de decir cosas. Primero suelta un par, que son las que más
le urgen, decide entonces que si le van a cortar los huevos que al menos lo
capen habiéndose explayado. Entra al tema de los sueldos, llama cabrones a los
que jamás pagan por enormes que hagan los chandríos, añade que lamenta
no ser duque de Palma y dice después no sé qué de las prebendas, que ni sabe
qué son ni cómo se escriben pero se lo ha oído en la SER a Iñaki Gabilondo.
La bronca y las amenazas de la jueza, que ahora sí se degañita, aún le ponen
más farruco, el follón ya se percibe desde los ascensores, la máquina de café se ha atascado de la angustia y el bajorelieve de la justicia se quita la venda para
ver qué coño está pasando, a cuento de qué la han despertado de la siesta.
Dentro de la sala, Plácido levanta el dedo tal como hace
Lénin en una foto en blanco y negro, sin la venia ni hostias profetiza solemnemente
ante el tribunal que muchas cosas están a punto de cambiar, y mientras lo desalojan tiene aún tiempo de dirigirse al ministerio
fiscal -o quien sea la gorda de las gafas- y recordarle el artículo sexto de la
Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano.
Apoyado en el radiador del pasillo, un senegalés contempla
alejarse al esposado y pataleante Plácido, mira de reojo al par de polis que cuidan
de él.
-Toda la puta vida igual –les dice- en wolof.
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Artículo 6.- La ley es la expresión
de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a contribuir a su
elaboración, personalmente o por medio de sus representantes. Debe ser la misma
para todos, ya sea que proteja o que sancione. Como todos los ciudadanos son
iguales ante ella, todos son igualmente admisibles en toda dignidad, cargo o
empleo públicos, según sus capacidades y sin otra distinción que la de sus
virtudes y sus talentos.