Conchita, que
era una amiga de mi madre, el sábado anterior había ido con su marido a ver La Aventura del Poseidón.
- ¡Ay chica! ¡Qué tanda de mujeres enseñando las bragas! –le comentó.
Pospuse
coronar la torre de mi Exín Castillos sumamente inquieto, muerto de vergüenza al escuchar tan extractada crítica cinematográfica. Llevaba una semana dando la matraca para
que me llevasen a verla y ahora mi madre pensaría que mi afán se
fundamentaba en un malsano interés por la ropa interior de las señoras. Le juré que no, de hecho hasta los
nueve años no me interesé por las medias de rejilla.
Ella me creyó, la fé de las madres, el caso es que una vez apagadas las luces de la sala me abstuve de cualquier
tipo de pudor, disfruté aterrado de cuan indistintamente se ahogaban tirios y
troyanos.
Conchita tenía parte de razón, de hecho Ernest Borgnine, carrozón, feo y pendenciero que de mala gana se resignaba a dejarse liderar por el bueno, se ofusca un tanto cuando su esposa se despoja del estrecho vestido para escalar mejor por el barco vuelto del revés.
Conchita tenía parte de razón, de hecho Ernest Borgnine, carrozón, feo y pendenciero que de mala gana se resignaba a dejarse liderar por el bueno, se ofusca un tanto cuando su esposa se despoja del estrecho vestido para escalar mejor por el barco vuelto del revés.
Aun mosqueado, Borgnine sobrevivió y un servidor, a pesar del estrés, de tantos alaridos y chorrazos, que dirían los de Celebrities, esa noche durmió más relajado que Mimosín con dos
orfidales, aprendida para siempre la lección: de darse el caso de que el mundo se ponga patas
arriba, conviene marchar en dirección contraria
de la lógica porque puede que un cacho de buque todavía sobresalga y no perezcamos
todos.
A ese cabrón de cólico nefrítico el duro de Ernest ya no sobrevivió. Con
más de 95 tacos las olas de 30 metros siempre acaban por pillarte, aunque el capitán del barco sea Leslie Nielsen.
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