El
coleccionista obseso nunca existió, nos hemos quedado sin película, sin la
escena del Cessna aterrizando en un aeródromo clandestino a las afueras de Novosibirsk,
sin esos tres gachós de negro que, palpándose la pipa en la sobaquera, otean el
proscenio por si hubiese moros en la tundra, vigilando para que la rubia de la
botas hasta la rodilla pueda descender del avión encuerada en sus martas
cibelinas y portando esposado a su muñeca el maletín de acero contenedor del Códice.
La otra
banda hubiese llegado diez segundos después en sendos coches; el primero un Audi negro con las lunas tintadas que ha de hacer con los frenos el mismo ruido que la Nissan de un feriante, apeándose
de éste tres matones tan estresados como los anteriores (uno debe ser
chino). El segundo coche sería un Rolls blanco, y ahí un primer plano de la ventanilla abriéndose despacio, asomando por ella la mano enguantada del millonario snob que ha costeado el
zafarrancho.
La
rubia, sin haberse despedido de los guardaespaldas, a pesar de habérselos tirado
varias veces durante el vuelo, subiría al coche enseñándonos el elástico de las medias y sonriendo depredadoramente al
abuelete, porque seguro que el comprador hubiese sido un anciano fanático del
arte, enganchado al oxigeno y con una enfermedad terminal, que lo que más desea antes de palmar es
desposeer a Galicia de su tocho porque, en su juventud, lo despechó una mariscadora de Sanxenxo.
Así
la comitiva arrancaría, continuando con una toma aérea de los coches de los
malos, que sin haberse detenido a colocar las cadenas, irían a más de 200 por la
carretera helada que atraviesa un impenetrable bosque de coníferas y termina en
un palacete barroco que haría caérsele los mocos a Catalina la Grande.
Todo
lo anterior borrémoslo de nuestro imaginario, hagamos con el storyboard una pelota
y encestemos de tres en la papelera.
En
la versión española el filme se resuelve en un cuarto trastero, junto a las
baldosas que sobraron de cuando se alicató la cocina y la caja en la que vino
el microondas. La máxima sofisticación de los convictos es echarse en el
carajillo dos chorrines de Baileys.
En
cuenta de una tensa entrevista sucedida en una suite inasequible del
Waldorf-Astoria entre capos de bandas internacionales y anticuarios florentinos,
nuestra autóctona intriga se circunscribe a un mal rollo de índole laboral, a un
fajo de facturas sin pagar. Es éste un guión cutre como la vida misma en el que
la pelea entre karatekas en una calle atestada de Shangai se sustituye por una
bronca del carallo entre el electricista y el cliente, que se le queja de que el
fluorescente que le puso en el water siempre se apaga en el momento más inoportuno.
Y también
de que falla el enchufe de la estufilla de los pies. Y es que, sin ser Siberia,
en Santiago los inviernos sí son de película de Sam Peckinpah.
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Noticia de El Mundo: "También
ha insistido (el Director General) en que para ello la Policía cuenta con una
brigada de Patrimonio con "grandísimos profesionales" y ha recalcado
que han hecho "una investigación
muy concienzuda, muy difícil, que se está saldando por el momento.."". (¿un año entero para pillar al electricista?)
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