la República que le robaron a mi abuelo.


Se queda mirando con desconfianza la lámpara de bajo consumo que cuelga pelada de mi recibidor, es espiral como el rabo de un cerdito. Como allí no tengo nada más no le queda otra que dejar el sombrero sobre la primera silla que ve al entrar al cuarto de estar, luego mira a derecha e izquierda sin saber dónde apagar su cigarro perrero.

-No tengo ceniceros abuelo, espera, te traigo un plato de la cocina –le digo yéndome para allá.

-¿Dónde coño echas tú las colillas? –pregunta.

-No hay colillas, yo no fumo, fumar es políticamente incorrecto desde hace una década.

-No sé qué me dices, ¿qué tiene que ver el tabaco con la política? –oigo su voz desde el pasillo.

-Déjalo… Tú fuma si te da la gana.

Sin hacerme caso se guarda el cigarro apagado en el bolsillo. Me choca que sea más bajito de lo que siempre pensé viéndolo en fotos, y más rubio, tiene cara de cansado, le arrimo la otra silla que poseo, al sentarse se sube las perneras del pantalón para que no se le deforme.

-¿Qué pasa aquí? ¿Que tampoco tienes sillas? –dice recorriendo con la vista los rincones de la habitación.

-Sólo dos. Es que mi sueldo me impone tendencias minimalistas –le respondo.

No me pregunta qué he querido decir ahora, únicamente mira las paredes. Observo sus zapatos brillantes aunque gastados, me gustaría saber desde dónde ha caminado para llegar hasta aquí, cómo demonios se las ha arreglado para dar con esta calle en mitad de un páramo.

-Al menos tendrás un calendario. ¿O qué?

Contesto que sí, marcho de nuevo a la cocina a por él, lo descuelgo y aprovecho para darle la vuelta a los tres meses anteriores, para mí seguía siendo Navidad.

Mi abuelo lo mira detenidamente, la palabra caixa le choca y pasa un rato absorto en la estampa de la torre Agbar al anochecer que acompaña el mes de Marzo. Quiere saber qué es eso y dónde está, si es más alta que las torres del Pilar. A lo último le digo que no, faltaría más. Pasa el minuto siguiente con el ceño fruncido leyendo hasta la última coma de la publicidad impresa en la última hoja del calendario.

-¿Qué coño es la Visa? –levanta la vista de repente -¿Algo que te regalan? ¿Ahora los bancos regalan cosas?

-Lo que te regalan –le digo yo- es la posibilidad de gastar dinero que no tienes pero que te dejan tener para que cuando cobres les debas más pasta de la que ganas.

-¡Más pasta¡ -repite jocoso.

Lo hace varias veces y sonríe, algo que se lo había visto hacer únicamente en blanco y negro. Después carraspea, lo usa como protocolo antes de ponerse serio y me señala con el dedo un jueves de abril.

-¿Ya sabes qué día es este? -me pregunta.

-Claro que lo sé abuelo, no es que me lo hayan enseñado en la escuela pero  míra, lo sé.

-¡Bueno! ¡Otra cosica es! ¡Lo sabes! -y ahí hace una pausa de al menos diez segundos-  ¿Y con eso qué hacemos? ¿Ya está?

Me rasco las patillas, no querría verle regresar al más allá convencido de que su nieto carece de principios, y además de muebles.

-Pues no sé qué decirte, o sí –él me observa sospechando que no tengo ni idea de cómo seguir-, pero el tema no tan es sencillo. Las cosas ya no son como eran en tus tiempos.

-¿Cómo que en mis tiempos? ¿Qué sabrás tú de cómo eran mis tiempos? Y además, ¿quien puñetas te ha dicho que eran sencillas? –dice ajustándose nervioso el nudo de la corbata.

-Lo que te estoy contando es que ahora en el mundo mandan leyes que vienen de mucho más arriba que antes, ahora los presidentes pintan infinitamente menos que los bancos, todo está jodidamente embrollado –me hurgo en los bolsillos como si en ellos pudiese encontrar los argumentos que busco-. Y encima ahora estamos en medio de una crisis, pero no sólo aquí, esto es un chandrío global. La gente de cuarenta se queda sin trabajo, los jóvenes no tienen posibilidad de conseguirlo, los viejos tiran palante con cuatro perras y los gobiernos no saben qué coñe hacer.

-Pero vamos a ver una cosa... ¿Exactamente de qué crisis me estás hablando ahora, chaval? -pregunta inclinándose hacia mí y ladeando la cabeza con recochineo, como para oírme mejor.

-De “ésta” crisis –digo con timidez-. Yo no sé si salimos vivos, abuelo.

-¿Te vas a te atrever de hablarme a mí de salir vivo?

-Es una manera de decirlo, perdona.

-¡Es que hay que joderse! ¿Coméis todas las veces que os da la real gana y las cosas os parecen complicadas? ¿Quieres que te cuente cómo estaban en el año veintinueve?

-Si hombre, ya sé que peor que ahora, eso seguro.

-¡Entonces las cosas sí que estaban moradas, majo! ¡Joder! ¿Digo moradas? Pues es que luego el morao se puso negro, pero negro como el Tito –rebufa dejándose caer los brazos ruidosamente sobre los muslos.

-Oye! ¡No me metas la bulla! Yo soy el primero en admitir que a lo mejor lo que nos ocurre –y le miro a los ojos- es que como nunca hemos pasado frío ni hemos tenido sabañones, que si te digo la verdad no sé qué son, tenemos miedo, tanto que el cangüelo nos impide reaccionar.

-Ya, ya… Que eso está visto. Es lo que tú dices. ¿Será que los obreros os habéis vuelto un poco maricas? –sentencia preguntando.

-No, no digo eso, o no como tú lo entiendes -respondo- porque, para tu información, hoy en día eso no es nada malo. Hoy en España es marica quien le da la gana –me apresuro a aclararle.

Me mira asombrado, sus ojos muy claros, verde de Uncastillo, parecen los botones de un pijama

-¿Pero qué me estás diciendo hijo? ¿Que ahora ser maricón también es correcto en la política?

-Se dice políticamente correcto. Y sí, claro que lo es. Precisamente lo incorrecto es utilizar la palabra maricón –objeto.

-¡Hala pues! –levanta los brazos- Si hoy las cosas son así a mí me importa tres narices. En el lugar en el que ahora vivo el sexo no tiene importancia porque... ¡hay que joderse la poquica imaginación que le echó Dios a la hora de organizar la eternidad!

Vuelve a fijarse en el calendario y apoya de nuevo su índice sobre el número catorce, lo rodea haciendo un círculo como si su dedo estuviese impregnado de tinta, vuelve a detenerse en la foto del edificio con forma de pepino y finalmente se desinfla sobre la silla con un suspiro que significa demasiadas cosas para que las entienda un adolescente de cincuenta años como yo.

-Vivir lo de aquellos años estuvo bien, niño, los españoles del 31 fuimos afortunados. No te lo tomes a chufla y óyeme bien lo que te digo, chaval –dice-. Primero déja de quejarte y lée cosas de cuando la República, ya verás. Y pudo haber estado aún mejor si nos la hubiesen dejado hacer en paz los curas y los ricos.

En la escalera se oyen los ladridos del terrier de la rubia del octavo. Ella lo llama pero el perro pasa de ir, es evidente que al chucho no le intimida en absoluto el furioso "Bóris ven aquí". Mi abuelo me pregunta porqué un perro tiene nombre de ciudadano ruso y después retoma el hilo sin más comentarios.

-Al final de la guerra ya se sabe, pasó todo lo que pasó. En este país, menos cuatro sinvergüenzas, todo dios era más pobre que las ratas. Y míra que te hablo de ratas pobres, que no tenían ni una alcantarilla donde meterse.

-Pues lo que yo creo, abuelo –le interrumpo-, es que aquí lo único que hace falta es un partido político con un par, unos tíos que propongan reformar, reformarlo todo antes de que el capitalismo nos arruine la vida y los países  potentes nos compren a los pobres, que siempre habrá un político hijoputa que se los venda. Lo malo es que, de momento, tenemos el coco comido, nos absorbe la tele y el facebook, nos ponemos loquicos con la semana fantástica del Corte Inglés.

Es lógico que no entienda una palabra de lo que le digo, pero igualmente me mira con pena, echando hacia atrás su alopécica frente de hombre bueno.

-A lo mejor, vete tú a saber –prosigo-, éstas, o las próximas, o las siguientes elecciones, por fin las gana alguien que sea de verdad, pero de verdad de izquierdas. Se sale a la calle con un programa en el que lo importante sea la gente y así nos entra la democracia en la cabezota (que a muchos no les ha llegado a entrar del todo). Votamos un gobierno que se ponga a retocar cosas que otros no se han atrevido a menear de su sitio. Alguien sin miedo, y... ¡qué joder!, se revisa la Constitución de una puta vez, se vuelven a nacionalizar cosas que nunca debieron privatizarse, se reparte un poco mejor lo poco que hay...

-¡Eso lo que digo yo! -y ahí hace otra pausa-. O mejor dicho, lo que decía,  porque ahora lo que es decir ya no digo nada –rectifica con voz triste.

-Lo que pasa es que lo que tenga que ver con la República hay que hacerlo ya, antes de que Felipito herede la corona y se líen a hacerle fiestas –respiro hondo-. Y ahí sí lo tenemos chungo, porque va y resulta que hasta los socialistas son monárquicos, más que la sota de copas.

Entonces él se sofoca un poco, da una palmada y me interrumpe.

-¡Anda! ¡Jódete y baila! ¿Eso es lo que os pensáis la gente de ahora? ¿Es que sois tan zoquetes que os creéis que una república sólo consiste en quitarse un Borbón de en medio?

-Hombre…

-¿Que lo que queréis es echar al rey? ¡Si esa es la parte más sencilla! Y míra que se me ocurren soluciones, pero como dirías tú son políticamente incorrectas ¿no se dice así?

Sonrío, lo cierto es que siempre estuve convencido de la incorrección política de mi abuelo.

-La República de verdad es otra cosa, mozalbete, es algo mucho más complejo y jodido de entender –para decirlo se da con la palma de una mano en el dorso de la otra-. La República consiste en enseñar a la gente a tirar palante solos, sin alguaciles ni guardias con la porra colgando del cinto. Si eres republicano de verdad lo primero es mentalizarnos de una santa vez de que todo es de todos, que este bendito país es tan bueno o mejor que los otros, que los santos milagrosos no funcionan, que no los necesitamos pa ná, y que ya no vamos a dejarnos mangonear por generalillos malasangre que se crean más españoles que nadie. Aquí sobran fantoches. A tomar por saco esa cuadrilla de mangantes que siempre pretenden saber qué cosa está bien y qué cosa está mal.

Le escucho en silencio, feliz de escucharle aunque sea en sueños, pienso en que sí él lo ve posible será porque lo es, al fin y al cabo desde el lugar en que él habita la perspectiva tiene que ser enorme.

-Ser republicano consiste primeramente en convencerse todo el mundo de que si tiras una piel de plátano al suelo, el que la va a recojer será otro ciudadano como tú –termina.

-Tienes razón, abuelo.

-¡Hombre si la tengo! –me responde poniéndose de pie y arreglándose la raya de los pantalones.

-¿Ya te vas?

-¿No querrás que me quede a cenar? Me juego lo que quieras a que no tienes cena.

-Llevas muerto cincuenta años, media hora de tu tiempo no va a ninguna parte –le digo.

-Te voy a decir la verdad, hijo, y no te molestes  con tu abuelo, pero tienes un piso un poco inhóspito. ¡Chico qué blanco es todo! ¿O será que yo vengo hasta los huevos de blanco?  

-Podría ser -digo.

-Es igual. ¡Cásate y que tu mujer le ponga unas cortinas! La gente moderna  vivís en casas demasiado esclarecidas; ¡Si hasta yo tengo frio aquí coñe!, y soy incorpóreo. Ponte una mesica camilla y un brasero. Y otra cosa; el cacharro ése hace un soniquete molestísimo.

-Es la ventilación del ordenador, de no ser por ella el microprocesador se sobrecalentaría.

-Ya ves que ni te pregunto, o mira sí. ¿Qué es lo que el tal cacharro te ordena? ¿Y qué pasa? ¿Que cuarenta años con Franco de ordenador no os ha bastado?

-Viene a ser una cosa parecida.

-Además -díce señalando hacia la escalera- ¿Esa especie de catafalco de hierro es el ascensor? ¿Y con toda esa luz? ¿Pero pa qué queréis tanto espejo? ¿La gente sale de su casa en calzoncillos y se viste mientras baja?

-Es que es un ascensor de última generación -respondo yo.

-Lo que ya no sé es dónde está escondido el gilipollas que se empeña en decirme a gritos en qué piso estoy, como si yo fuese idiota.

-Sigues teniendo razón –le contesto- y si supieras lo que cuesta vivir así te morías de nuevo.

-Ya me hago una idea.

Coge el sombrero de la silla y emplea diez segundos en acomodárselo, después me da una palmadita en el hombro. Curiosamente la oigo pero no la siento, cosas de la inmaterialidad, supongo.

-Ha sido un placer conocerte mocé.

Le acompaño hasta la puerta, dudo un poco antes de abrirle, supongo que si le diese la gana podría traspasarla pero prefiero no ponerlo en el compromiso, llevo toda mi vida esperando este momento y apenas ha durado un instante dentro de mi siesta del sábado.

-Cuídate chaval, ¡y viva la República! –Me dice desde el centro del rellano.

-Descansa abuelo… Y claro que sí, ¡viva la República! -le respondo mientras se abre la puerta del ascensor.

-¡Viva la República! –nos contesta la voz electrónica del grupo Thyssen.

Y después avisa:

-Cerrando Puertas.