de mobiliario urbano y otros crímenes

Hay bancos que aberran.

Y urbanistas que se masturban, así se les estropea la vista y dicen a todo que sí cuando un arquitecto sicótico les expone sus proyectos.

Rodeada de vallas, incomunicada como en Guantánamo, la vieja plaza sucumbirá y no habrá contribuyente que acuda a su rescate, destripada sin anestesia, asomándole por las zanjas cables, tuberías y el esqueleto de un gato. Más abajo saldrá un paupérrimo murete de ladrillos que los de la Degeá concluirán es del tiempo de los moros, lo mismo que el gato.

Aunque no hay maldad en el hombre del martillo neumático -a él simplemente le pagan para que mate-, no dudará en ejecutar sin juicio, primero a los parterres y después a las farolas, éstas caerán desmadejadas, tratadas como furcias, y al señor del busto, ese prohombre con patillas del que nadie sabe si conquistó el Perú o si tocó las castañuelas, tras apearlo de su mármol para quitarle la caca de paloma –será la excusa-, lo reubicarán en el centro de una desangelada pileta rodeado de chorros asincrónicos, allí la palmará de nuevo de estrés y reúma sin olvidar jamás a la madre del arquitecto.

Hasta que finalmente lleguen ellos, fríos como la momia de Lénin, duros como la mirada de James Cagney e incómodos como el Dalai Lama ante un chuletón de Avila.

Estaremos indefensos, somos tiernos a la vez que quebradizos, ellos poseen aristas y superficies deslizantes, ángulos rectos. Paridos por genios del diseño urbano dentro de sus macintoshes nos desprecian por ser tan convencionales y poseer vértebras lumbares.

Hay bancos que los carga el diablo.

un banco amigo del Pº de la Contitución y un ¿banco? de Fernando el Católico



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