elefantes por la República (republicae loxodonta)


No fue fácil para ella, acostumbrada a mantener siempre las distancias gastaba el tiempo mordisqueando indiferente los hierbajos hasta el día en el que le vinieron las primeras calenturas. Entonces se desinhibió de golpe y a partir de ahí le importó un pito el qué dirán, esparció impúdicamente sus olores por toda la sabana y se esmeró emitiendo provocativos ultrasonidos que sólo los elefantes saben descifrar. Bueno, los muy cortos no.

Los machos captaron el mensaje a la primera, entre elefantes no existen los equívocos, llegados desde lejos ahí se plantaron tantos que eran demasiados, y como nadie parecía tener intención de largarse los más grandes empezaron a descalificar a los bajitos. Déjame a mí que tú no vas de poder con este tronco y cosas así. Alguno se desanimó pero aún así sobraba peña e intentaron intimidarse a base de barritos, como tampoco funcionó optaron por darse de trompadas.

Y mientras, la elefantita juntó el coraje suficiente para encarar el tema con la jefa de la manada, que en principio tuvo alguna duda pero finalmente consintió, ordenando al resto que discretamente se fuesen retirando de la escena para que se iniciase el cubrimiento, sin muchos prolegómenos, hay que decirlo, romanticismo poco. Cuando se quedaron solos ella lo miró por encima del lomo y dándole la espalda, estiró la trompa hasta tocarlo, el resto ya fue cosa fácil.

No se sabe exactamente qué le habían contado sus amigas o si estaba informada de que la consecuencia del calentón serían veintidós meses de embarazo, bajo el sol por aquellos andurriales de Botswana y con el barrigón. ¿Quien me mandaba a mí?, se desahogaba con sus hermanas. Por su parte las elefantas viejas procuraban animarla mediante el absurdo método (también usual entre las homínidas) de relatarle detalladamente sus respectivos partos.

A punto de llegar la estación de lluvias rompió aguas con gran alboroto de la manada, la matriarca mandó detenerse a todo el mundo y las hermanas mayores de la preñada fueron las encargadas de explicar con diplomacia a los leones dónde podrían ir a parar de un trompazo si se aproximaban en exceso.

De pie, con las patas traseras separadas, tardó apenas un cuarto de hora en dejar caer el elefantito, su propio pesó rompió el cordón umbilical, las elefantas expertas estudiaron al bebé con la punta de la trompa antes de anunciar que todo estaba OK. El padre, tras explicar que tenía que hacer no sé qué trámite en el delta del Okavango, hacía tiempo que se había marchado sin dejar un teléfono.

El elefantito mamó de su progenitora durante más de un año. Durante los diez siguientes exigió la atención de toda la manada, ándate con ojo que la sabana está muy mal, le avisaban. Cumplidos los veinte la situación era ya francamente incómoda y la jefa no tenía reparos de acosar con indirectas a la madre. ¿Ya está grandecito tu chico eh?, solía decirle.

Así fue como, largándose por su cuenta, se convirtió en elefante adulto, Loxodonta le llamaban. Hasta ayer un elefante anónimo, sólo en una ocasión fue grabado por un helicóptero de National Goegraphic pero muy de lejos.

Se trataba pues de un buen elefante, nada pendenciero se conformaba con arrancar de vez en cuando un baobab para zarandearlo y hacerse el chulo delante de los ñus. Medianamente culto conocía la teoría según la cual en su país existen demasiados miembros de su especie. Es lo mismo que ocurre con los humanos en Bombay, solía decir, y nadie dice nada.

En su caso pudo haber vivido más de 50 años, pero un día llegó un rey, uno  que estaba a punto de adbicar, abonó una tasa de unos cuantos miles de dólares y lo mató de un tiro.

Arrieritos somos, le dijo Loxodonta al morir.

Y entonó con la trompa el Himno de Riego.