Posiblemente un martes a las tres,
al salir del trabajo y lloviznando, choquemos de perfil contra un asteroide
tristón y de silicio.
O puede que el día anterior
hayamos sido ya evaporados, como un café hirviendo, por los misiles misóginos que
enviará el sultán cuando Sheherezade se
quede sin cuentos.
Antes del tedioso cataclismo,
soportaremos niños fascistas patrullando en monopatín, seremos testigos del enésimo
suicidio de un gato callejero y para renovar la tarjeta de mamífero
placentario, los robots inquisidores nos humillarán por teléfono haciéndonos repetir
trece veces nuestro apellido.
Un analfabeto con fusil
automático nos acechará agazapado entre las butacas rojas de un cine art decó,
y mi absurda cardiopatía aguardará, escondida en el cajón de los bolígrafos, a
que algún día me canse de pasear del Puente a la Alameda.
Sé de lo finito de esta semana que,
riéndonos, vivimos, sé que durará décadas y que renacerá mil veces más con los
geranios.
Y también sé que allí fuera pronostican
glaciaciones, que un señor con traje y chaleco de ochos insiste en que seremos devorados
por los coleópteros.
Podría suceder y me importa un
pito, siempre y cuando una y otra noche -y de nuevo una y otra- pueda tener tus
tobillos en mis manos.
Ser testigo del armagedón
precioso de tu rostro dos segundos antes del clímax.
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